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lunes, 30 de abril de 2012

En 'Los juegos del hambre', el espectador ha terminado perdiendo

Los Juegos del hambre se ha convertido en el último mordisco de Hollywood al mundo de las letras. Después de la épica Harry Potter y la soporífera Crepúsculo; la saga de Suzanne Collins ha conseguido lo que en su momento no lograron otras aventuras literarias en el cine, como La brújula dorada o Las crónicas de Narnia: seducir a la audiencia.

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155 millones en su primer fin de semana (la cinta tuvo un costo de 78 millones de dólares), y una gran recaudación mundial han logrado que sus productores se mantengan dando más vueltas que un cisne negro. Razón llevan: es el tercer mejor estreno en un fin de semana en Estados Unidos por detrás de Harry Potter (la última entrega) y El caballero negro.

Ambientada en un futuro hipotético y tras un cruento enfrentamiento, Estados Unidos ha pasado a llamarse Panem; una nación formada por 12 distritos (el décimo tercero fue aniquilado) regida por el Capitolio, la máxima autoridad del nuevo Estado). Cada año, tales distritos ofrecen como tributo a dos de sus jóvenes, quienes han de medirse a muerte en unos juegos televisados. Parafraseando al film de Russell Mulcahy, Los inmortales: al final sólo uno ha de sobrevivir. Ello, para el placer de las masas, los patrocinantes y la propaganda.

En el futuro más distópico, la barbarie se consume vía televisión. Aún así, pese a su estupenda premisa, Los juegos del hambre está bastante lejos de The running man (Paul Michael Glaser), Battle royale (Kinji Fukasaku) y la menos descarnada pero sí más contundente El show de Truman (Peter Weir). Por el contrario, está un poco más cerca de Rollerball (la de Norman Jewison y también la de John McTiernan), Death race (Paul W. Aderson), Torneo (Scott Mann, 2009) o American dreamz (Paul Weitz).

La juventud como carne de cañón y chivo expiatorio del poder encuentra en esta adaptación una mirada superflua que prefiere seguir las leyes de la mercadotecnia antes que las del propio drama.

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La aventura de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence) sufre el dilema de las sagas fundacionales: qué contar, cuánto y cómo. Acá, la forma ha ganado, por encima de los hechos y el significado de los mismos. Estructurada en dos bloques, el primero es aplastado por la necesidad imperiosa de llegar al campo de batalla. No hay tiempo para detenerse en el dilema de su protagonista, en la ambigüedad de su romance, en la dudosa personalidad de su compañero (Josh Hutcherson), en la opresiva omnipresencia del Estado y en esa hambrienta ansiedad vital, amarga metáfora de la juventud.

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Y ojo, no se trata aquí de negar la valía del realizador Gary Ross, ni el buen hacer del elenco (suprema Elizabeth Banks, versátil Stanley Tucci, y protagonistas sólidos: Lawrence y Hutcherson); de negar los valores de la puesta en escena ni de los tópicos que la historia aborda. Pero tras 142 minutos de película, queda la sensación de que lo mejor de ellos se ha quedado en el camino. En este correcto ejercicio de contención cinematográfica y virtuosa jugada de mercadeo de masas, el estudio ha salido ganando, pero el espectador ha terminado perdiendo.

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