Ésta es la película que llevará ríos de bípedos pensantes (algunos) a los cines según las leyes de ese papanatismo rampante que sólo moviliza al ciudadano cuando se habla de cifras elevadas: récord de taquilla, trilogía literaria multiventas, etc. Una vez más, el anunciado banquete de caviar se torna bocata de chorizo grasiento. Mediocridad, enanismo artístico.
Los juegos del hambre es una fábula futurista que aspira a tomar la presión arterial de la sociedad de nuestro tiempo. Se nos presenta una civilización ultracontrolada donde al parecer el instinto bélico inherente al ser humano ha sido encapsulado en un show televisivo que, en cada nueva edición, elige al azar veinticuatro adolescentes, de los doce distritos que configuran el Estado, y los suelta en plena naturaleza, donde deberán sobrevivir y, armados con cuchillos, machetes y flechas, matarse los unos a los otros hasta que únicamente quede un vencedor. Así de salvaje, así de sádico.
Obviamente, los ingredientes de este patchwork están todos a la vista: Gran Hermano en todas sus aplicaciones (de Orwell a la telebasura global), las películas de reality shows hiperbolizados (Perseguido o El show de Truman), la mucho más distinguida Battle royale (de planteo muy próximo), El malvado Zaroff y sus variantes, Rollerball en algunos aspectos, Deliverance en otros... Y quizás Perdidos. El mejunje resultante es arrítmico, largo como una fila india de anacondas, de textura impersonal, y las escenas de acción están mal filmadas y peor montadas.
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